Una mirada pesimista sobre el poder judicial en conmemoración al día mundial de los derechos de los consumidores
Para Justicia Colectiva, por Guillermina Gulo Tieri
Antes que nada quisiera aclarar dos cuestiones: que este no es un artículo con contenido útil -menos jurídico-, y que no es este el momento con el que siempre amenazo, en que dejaré el derecho para siempre, para poner un vivero.
Hoy, 15 de marzo de 2019, se conmemora nuevamente el día mundial de los derechos de los consumidores. Bueno sería dar un mensaje positivo, cargado de esperanza, con fe en el futuro, pero me propuse hablar del poder judicial. No porque que el resto de los componentes de la división del poder por funciones de la teoría republicana me inspire mayor esperanza, sino para acotar el objeto de esta catártica y autorreferencial diatriba. Sólo a esos fines, dejaré en pausa momentáneamente las vergüenzas de los poderes ejecutivo y legislativo en sus verticalidades y horizontalidades.
La desesperanza
A los efectos de describir profundamente la cimentación de mi personal desesperanza, haré una escueta introducción acerca de mi personalísima experiencia en relación a la defensa de los derechos de les consumidores.
Como para muchos de quienes elegimos defender consumidores, la aventura de las acciones colectivas, se presenta como una excelente combinación de dos pasiones -que sólo tiene un pequeñísimo problema-: se conjuntan la defensa de los sujetos estructuralmente débiles de una relación jurídica, con las soluciones colectivas de problemas estructurales. Ese enamoramiento idílico obliga a enfrentar el pequeño problema al que antes hacía referencia. El mismo que tienen aquelles que deciden, por ejemplo, dedicar su vida a la música, o a vender artesanías. Hay que tener un trabajo que permita sostener la vocación, hasta que algún día la vocación se convierta en trabajo, si es que sucede.
Al poco andar sobre ese camino tuve que deshacerme a fuerza de realidad, de mi mayor prejuicio, probablemente vicio aprendido en el poético bastión del deber ser que son las universidades: “el juez conoce el derecho”. Lo que pasaba era que yo había equivocado la rama y la herramienta. Aparentemente, el juez conocía el derecho. Otro. Uno en que las partes son iguales, negocian en esa igualdad de condiciones, disponen ambas de toda la información necesaria para decidir de forma cabal, etc. Y figuradamente, también conocía la herramienta. Otra. Una pensada para ese derecho que conoce. En donde cada individuo, individualmente, libre, protegido por la propiedad privada que lo respalda, concurre al poder judicial en igualdad de condiciones con respecto a su contraparte, por lo que tiene mucho sentido la imparcialidad de esa función del poder a la que se recurre.
Pero Justicia Colectiva nace para proteger consumidores, sujetos que con respecto a los proveedores, son débiles estructurales. Y todes quienes la conformamos creemos fervientemente que la herramienta para desactivar las violaciones sistemáticas a nuestros derechos, es la lucha colectiva. La vía individual pierde efectividad y razón de ser ante las formas de avasallamiento que los proveedores adoptan, apadrinados por quienes deberían controlarlos e impedir sus abusos. Por si no resulta lo suficientemente claro, me refiero al estado en todas sus formas.
Al igual que sucede en el derecho de les trabajadores, en donde matar o incapacitar es más barato para el gran empleador que cumplir con la prevención, en el derecho de les consumidores es más barato seguir violando derechos que dejar de hacerlo. ¿Por qué? Porque cuando un caso colectivo es llevado ante el poder judicial, sus miembros parecen más preocupados por los honorarios que supuestamente van a percibir les profesionales patrocinantes, que indignados por el robo sistemático y a gran escala que realizan las empresas. Es como si el dinero fuera una cuestión indigna de proteger cuando los representantes de les consumidores lo reclaman, pero no de ganar ilícitamente. Y como si la iluminada entelequia que preside los juzgados no realizara actos de consumo, y aún más, como si prescindieran de la vileza del metal de la misma forma que un monje budista con voto de pobreza.
He aquí una noticia revolucionaria: ¡Todes los miembros del poder judicial son consumidores, sin excepción! Y al igual que al resto de los mortales, las compañías de telefonía móvil les facturan cargos fantasma, las compañías de seguros les niegan cobertura por razones prohibidas, las prestatarias de servicios públicos domiciliarios les aumentan las tarifas en forma ilegal, los comercios de electrodomésticos les niegan la entrega de un artículo nuevo o la devolución de un producto que falla, las escuelas de sus hijes les aumentan la cuota sin seguir ningún procedimiento obligatorio, les cobran el famoso “servicio de cubierto” sin siquiera saber en qué consiste, etc. Es porque son como nosotres, personas. Sufren de la misma desigualdad frente a los proveedores que nosotres.
Entonces, ¿de dónde sale esa completa desconexión de la realidad, y esa absoluta falta de empatía con quienes invertimos nuestro tiempo, ya no gratis, sino perdiendo nuestro propio dinero para proteger los intereses de terceros? ¿Por qué son incapaces de replantearse, aunque más no sea, la teoría tradicional de la carga de la prueba? No se trata en estos casos de ponerse en el lugar de otro, sino de tomar conciencia de su propio lugar, fuera del rol que ocupan dentro del poder judicial.
Probablemente se trate de la combinación letal de varios factores. Los dos principales, parecen ser la infravaloración del derecho de les consumidores, y la falta de fuero propio, con jueces y auxiliares del poder judicial con formación específica y conciencia del rol crucial en la neutralización de la desigualdad estructural que signa la relación de consumo. Esta última es la gran diferencia con el derecho de les trabajadores, que por suerte tienen un fuero en el que hasta el juez más conservador, guarda conciencia de su función de compensador de disparidad. Llamamos suerte irónicamente a una historia de lucha.
La esperanza
La esperanza duerme en la irrealidad de la generalización indiscriminada que acabo de hacer. Hay cada vez más personas –que cumplen roles dentro del poder judicial y que no- que toman cabal conciencia de la importancia de los derechos protectorios en general, y del derecho del consumidor en particular. Los más jóvenes, que empiezan a caminar el sendero de la defensa de los consumidores, ven con claridad derechos humanos donde otros creen ver sólo dinero. No tienen miedo, ni han desarrollado la tristemente habitual alergia que impide a otros asociar vocación con dinero.
La buena noticia es que, pese a los embates, la protección avanza. En forma inaceptablemente lenta, pero avanza. Estamos ante un derecho incipiente, joven y sería muy poco realista e inocente esperar que los planteos de la materia se resuelvan de un momento a otro. Pero nuestra misión es querer más, y hacer lo posible para que suceda.
Por mucho que tarden los cambios que requiere un poder judicial que evolucione hacia la justicia, creemos que los estamos empujando.