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15 DE MARZO, DÍA MUNDIAL DE LOS DERECHOS DE LOS CONSUMIDORES ¿Cómo andan los derechos de los consumidores en Argentina?

Por Dante Rusconi para Justicia Colectiva

 

En el año 2014 publicaba unas reflexiones acerca del contexto en que se desenvolvían las políticas públicas de protección de consumidores y usuarios, los objetivos perseguidos con la utilización de la legislación en la materia, proponía algunos puntos a revisar y también señalaba falencias estructurales del sistema (el texto puede leerse aquí). Muchas de esas cuestiones, a excepción de los ejemplos propios de la coyuntura del momento que se daban allí, aún permanecen irresueltas; incluso algunas nuevas preocupaciones se han sumado -fundamentalmente en lo referente a reformas regresivas a las normas protectorias de consumidores y usuarios-, manteniéndose el escasísimo protagonismo de las autoridades de aplicación en el ejercicio de sus funciones de control de conductas empresariales ilegítimas y de divulgación de información para transparentar el marcado. Esa realidad se aprecia tanto en el ámbito nacional, como en la gran mayoría de las jurisdicciones locales, con algunas pocas excepciones.
Las modificaciones normativas
El 4 de enero de 2018 el Boletín Oficial nos sacudió temprano la modorra de las fiestas de fin de año. El Ministerio de Modernización de la Nación había dictado el “Reglamento de “Clientes de los Servicios de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones” (Resolución 733-E/2017), nombre intrincado y poco accesible, como ocurre con la materia que pretende abarcar. Allí se quiere englobar bajo una única regulación, los derechos y obligaciones de los usuarios de una diversidad de servicios y productos que, a simple mirada, resultan poco homogéneos: servicios de televisión por cable y por satélite; telefonía fija y móvil; y servicio de Internet. Desde esta misma página advertimos que a través de esa norma se alteraban en perjuicio de los usuarios del servicio público de telefonía fija, por ejemplo, la tasa máxima por mora (ahora liberada en todos los casos), la atención personalizada y la multa del 25% por cobros indebidos (aún vigente en la ley de defensa del consumidor), la indemnización por la demora en restituir el servicio, la posibilidad de impugnar los cobros por parte del consumidor y la suspensión de su pago mientras dure el reclamo, la indemnización por mala información en la guía telefónica, e incluso el libro de quejas; la concesión venía por el lado de la eliminación de la posibilidad de cobro por el pedido de detalle de la factura, cuya ilegalidad ya resultaba del propio texto del artículo 4 de la Ley 24.240. Y el promocionado “no vencimiento” del saldo de los remanentes no utilizados de los abonos prepagos, cuya abusividad era evidente, salvo que se los quisiera asimilar con la naturaleza de un yogurt bebible.
Cuando los agraciados consumidores que pudieron descansar en enero se disponían a reclinar nuevamente sus reposeras, el 10 de enero amaneció con otro cimbronazo legislativo, cuando el Poder Ejecutivo Nacional dictó el Decreto de Necesidad y Urgencia N° 27/2018, llamado de “Desburocratización y Simplificación”. Esta norma ómnibus, resistida por diferentes sectores involucrados en su extenso articulado, también repercutió con relación a los derechos de los consumidores y usuarios; específicamente respecto del derecho a la información, su gratuidad y el “soporte” mediante el cual la misma debe ser proporcionada a los consumidores, establecido en los artículos 4 de la Ley 24.240 y 1100 del Código Civil y Comercial de la Nación.
Desde hace tiempo viene acechando a los consumidores el fantasma de la “despapelización” o, más genérico, el de la “digitalización”. Bajo el pretexto ambiental, ya que el papel contamina (seguramente mucho menos que la utilización de fuentes no renovables para producir energía; o que la minería a cielo abierto y sus recurrentes “accidentes”; o el vertido de millones de litros de efluentes cloacales sin tratar en causes de ríos y arroyos; entre cientos de ejemplos), o el mandato de ponernos a tono con “los tiempos que corren”, se empuja constantemente a consumidores y usuarios a abandonar el viejo hábito de leer sus facturas en papel, o pedir una copia del contrato. Ahora debemos consultar nuestra casilla de correo electrónico para informarnos de las novedades (eufemismo de “sorpresas”) que nos comunican nuestros proveedores (bancos, empresas de medicina prepaga, compañías de seguros, empresas de telefonía, etcétera) a la vuelta de cada email. Y para estar verdaderamente aggiornados a los tiempos modernos, deberíamos directamente bajarnos la app que nos ofrecen esas empresas para establecer un fluido (e inútil) canal de comunicación, donde podremos acceder perfectamente a nuestras obligaciones (fechas de vencimientos de facturas, intereses por mora, suspensiones del servicio), adquirir servicios adicionales a precios “exclusivos”, etcétera; pero difícilmente podamos obtener alguna respuesta a nuestras quejas y ni se nos ocurra solicitar la baja del servicio; en ese mismo instante la app colapsará, la conexión no estará disponible, los operadores estarán ocupados, o despedidos.

 

¿La modernización quita derechos?

Los cierto es que ni la despapelización que venía impulsando fuertemente el Banco Central en el ámbito de los contratos bancarios, ni la digitalización de las relaciones de consumo ahora impuesta por el Ejecutivo Nacional mediante el DNU 27, pueden tomarse sensatamente como un beneficio para consumidores y usuarios. Existen investigaciones y estadísticas oficiales que indican que en nuestro país, sólo posee acceso a internet dos de cada tres habitantes. Y esas cifras se reducen de manera alarmante si nos enfocamos en los sectores más vulnerables de la población, como son los adultos mayores o las personas que viven en zonas carenciadas o en poblados apartados de los grandes centros urbanos. Pero hay una noticia todavía peor. El acceso a internet en sí mismo no garantiza el goce de ningún derecho, mucho menos el de los consumidores a obtener información o acceder a sus contratos o a mecanismos de atención de reclamos; antes debe enseñarse a utilizar ese medio y a comprender el entorno digital, para que la vulnerabilidad que es condición propia de la noción de consumidor (hipervulnerabilidad en los casos de adultos mayores, personas de bajos ingresos, o excluidas por diferentes razones), no se vea incrementada en el caso de la utilización de estos nuevos ámbitos de relaciones jurídicas.
Un dato que no muchos han advertido es que el nuevo texto del segundo párrafo del artículo 4 de la LDC modificado por el DNU 27/2018, por primera vez desde la sanción de la norma en el año 1993, invierte o fractura la estructura lógica que guía al régimen protectorio de consumidores y usuarios, diseñado naturalmente como un sistema de “derechos/deberes” de los cuales el Estado resulta custodio constitucional (cf. art. 42, 2do párr. Const. Nac.). Tales derechos operan como resguardos o prerrogativas para las personas tuteladas –los “consumidores y usuarios” (art. 1, LDC) – y, como contrapartida, son conductas exigibles a los sujetos sometidos a aquel régimen –cargas en cabeza de los “proveedores” (empresas y comercios) de productos y servicios de consumo (art. 2, LDC)– obligándolos al respeto de determinadas reglas en el campo de las “relaciones de consumo (art. 3, LDC) que se encuentran alcanzadas por el orden público que posee todo el estatuto protectorio (cf. art. 65 de la Ley 24.240). Pues bien, ahora si el DNU llega a sortear los incontables planteos de inconstitucionalidad interpuestos en su contra, serían los proveedores los que tendrían el derecho de establecer a través de qué medio (soporte), cumplirán con su obligación de informar. Un verdadero contrasentido.
No olvidemos que como parte de esos modernos y “cancheros” vientos de cambio, mientras buscábamos promociones de trajes de baño y reposeras en diciembre de 2017, nos había sorprendido la Resolución 951-E/2017 de la Secretaría de Comercio de la Nación que modificó las regulaciones relativas a distintos aspectos de la publicidad comercial. Algunas de esas modificaciones fueron “meramente formales”, como el tamaño mínimo de la letra en los anuncios publicitarios o la indicación de los datos de las empresas oferentes; pero preocupa verdaderamente otra “gracia” otorgada a las empresas, posibilitándoles ahora cumplir con su obligación de informar – que debería ser clara, veraz, adecuada y detallada – mediante la indicación de una página de internet o a una línea telefónica, a través de la misteriosa invitación que ya conocíamos de antes: “Para más información comuníquese gratuitamente al teléfono [o visite nuestro sitio wwww.…]…”. Con el agravante de que esa ficción informativa ya había sido señalada con anterioridad como una práctica comercial engañosa, por varios fallos judiciales ¿Alguien se imagina llamando a una línea telefónica para consultar sobre las condiciones de una oferta a contratar un círculo de ahorro para la compra de un automóvil? ¿Alguien se imagina obteniendo información veraz y detallada a través de esos medios?

 

¿Y la educación para cuándo?

Con lo anterior, también advertimos otra gran deuda que posee el estado con los consumidores, como es la educación. Los derechos de los consumidores siguen permaneciendo ausentes de las aulas en todos los niveles educativos. No hay currículas oficiales que obliguen a maestras y maestros de grado, profesores y profesoras secundarios o universitarios, a enseñar a conducirnos como consumidores en la sociedad de consumo en la que vivimos; y peor aún, no hay formación de base para los funcionarios y los jueces que deberán resolver los conflictos y desafíos que plantea ese complejo escenario.
No habrá ninguna posibilidad de que los ciudadanos se involucren en decisiones de consumo responsables, o que modifiquen sus hábitos para evitar el sobreendeudamiento de las familias, o se inclinen por productos más saludables e inocuos, sin que previamente se los haya educado acerca de las consecuencias de sus decisiones. El rotulado y la información a la que podemos acceder sobre los productos de consumo es, en muchos aspectos, inexistente. Nadie conoce si el material del que están hechos los productos que utilizamos (y compramos) habitualmente, es ambientalmente apto; o si la empresa responsable de su fabricación y comercialización, posee mecanismos de reutilización de sus residuos; si los alimentos que comemos han sido expuestos a agroquímicos, y en su caso, cuáles; si la vida útil de los materiales utilizados ha sido artificialmente acortada debido al empleo de alguna técnica de obsolescencia deliberada; y podría enunciar una infinidad de incertidumbres más.
Contrariamente a lo que debería ocurrir en una sociedad instruida y responsable de sus acciones, hoy nos han enseñado a elegir únicamente por el precio de los bienes y lo tentador de las ofertas; ni siquiera somos capaces de sacar una cuenta sencilla como el sobreprecio (interés) que pagamos al adquirir tal o cual producto en las tentadoras “12 cuotas” (que ya no son “sin interés”, sino fijas, y con tasas que en muchos casos deberían desalentarnos de cualquier compra). El Estado, por su parte, no hace uso de los instrumentos con que cuenta para controlar los abusos que se producen en la cadena de valor de los productos; ni interviene para transparentar las actividades económicas monopólicas u oligopólicas (básicamente todos los servicios públicos y actividades de interés públicos) y evitar la concentración empresarial en esos sectores; tampoco hace nada para evita y sancionar la evidente cartelización y acuerdos de precios, que todos los días vemos cuando “casualmente” se producen simultáneos aumentos en los combustibles o los abonos de la telefonía celular.

 

Las autoridades de aplicación la ven pasar

Como todos sabemos, y como no ocurre en casi ningún otro ámbito, en materia de protección de consumidores y usuarios el Estado – nacional, provincial y municipal – tiene la obligación constitucional de proveer protección a consumidores y usuarios. Es decir, debe adoptar medidas concretas y positivas, de manera proactiva, para lograr que los derechos reconocidos en el artículo 42 de la Constitución Nacional sean efectivamente gozados por todos los sectores de la población.
Sin embargo, seguimos con autoridades carentes de independencia política, sumisas al poder político de turno y permeables al lobby empresarial. Y para peor, como también hemos criticado, ubicadas en cuartas o quintas líneas jerárquicas dentro de estructuras económicas del estado (Ministerios de Economía; o de Producción y Desarrollo; etcétera), desde donde resulta impensado – a los hechos me remito – que funcionarios con ese nimio peso específico propio, puedan llevar a cabo medidas activas de prevención y sanción de los incontables abusos que presenciamos y padecemos a diario. Al contrario, esos funcionarios que deberían desarrollar una agresiva labor oficiosa de prevención y control de afectaciones, sobre todo de las de tipo masivo, deben pedir permiso a una larga cadena de superiores para saber si al actuar contra determinado proveedor no molestará a algún empresario amigo del poder; en esa incómoda posición, las autoridades de aplicación de la legislación protectoria de consumidores y usuarios no tienen más remedio que pedir permiso para actuar o perder su empleo. Ningún sistema público protectorio puede funcionar eficientemente en esas condiciones.
Dos claros ejemplos. En todos estos años no ha sido posible – a diferencia de lo ocurrido en casi todos los países de América Latina – lograr que los gobiernos den a conocer estadísticas claras y concretas con los nombres de las empresas más sancionadas o más denunciadas, o con listados de las cláusulas abusivas o las prácticas engañosas más comunes, de modo de que todos podamos informarnos, prevenir abusos y decidir cuáles productos y servicios contratar sobre la base de la reputación del proveedor en cuestión. He sido testigo de la indiferencia de las autoridades ante el ofrecimiento de colaboración y asistencia para desarrollar bases de datos y estadísticas que permitan procesar y divulgar esa información. Tampoco existen políticas públicas de corto, mediano y largo plazo, que implique la asunción de compromisos y metas concretas, y como contrapartida eviten decisiones espasmódicas o coyunturales, y por lo tanto improvisadas y poco efectivas. Esa será la única forma de lograr alguna mejora, palpable para la población, en la implementación de las, todavía, buenas normas que poseemos.

 

¿Sólo nos queda la esperanza?

La lucha, como ocurre desde siempre, sigue encabezada por las asociaciones de consumidores, que no obstante las limitaciones de todo tipo que deben sortear para subsistir, a través de diferentes iniciativas y de las acciones judiciales colectivas, en algunos casos han logrado revertir conductas ilícitas. Pero no podremos equilibrar aquella vulnerabilidad con la participación de sólo uno de los actores obligados. Deben comprometerse las autoridades políticas, pero también el Ministerio Público, los Defensores del Pueblo, los Jueces, los Legisladores, las Universidades, los medios de comunicación y las propias empresas; sí, las propias empresas deben entender que es mucho más efectivo “fidelizar” a sus “clientes” mediante el buen trato y la transparencia, que retenerla mediante la trampa publicitaria o el abuso de la letra chica de los contratos.
Podríamos hablar de tarifas de servicios públicos. O seguir enumerando algunas otras involuciones, que bien pueden ser parte de la saga de regresiones iniciada con la ley de promulgación del Código Civil y Comercial de la Nación (Ley 26.994), que en su Anexo II también nos metió la mano en el bolsillo a todos los consumidores, reduciendo el plazo de prescripción a favor de las empresas (de las compañías de seguros, fundamentalmente) y confinando al “by stander” únicamente al ámbito de las prácticas comerciales. Pero no nos impacientemos, el año recién comienza.
Es bastante difícil, después de lo anterior, terminar con un mensaje esperanzador. Pero tal vez todo lo dicho sirva para pensar que las regresiones con las que se trata de desarticular o desnaturalizar la legislación protectoria, con la anuencia en muchos casos del propio estado responsable de su aplicación, es la muestra de que el sistema todavía está vivo. Vivo está el Derecho del Consumidor en su esencia tutelar, afortunadamente anclada en el artículo 42 de la Constitución Nacional, y también, según quienes lo vemos como un instrumento de equidad social y de acceso bienes esenciales y no como una mera norma de control del mercado, apuntalado también por los Tratados de Derechos Humanos del artículo 75 inciso 22. Allí residen nuestras esperanzas, y también nuestras fuerzas, para seguir reclamando una sociedad de consumo que respete la dignidad de todas las personas.

 

 

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